Comentario
A la altura del verano de 1944 empezaba a aparecer en el horizonte un cierto grado de discrepancia entre los aliados, que no se había manifestado hasta el momento, pero que explica en un elevado grado el mundo de la posguerra. Se ha de partir del hecho de que en realidad el Eje, más que una verdadera alianza, fue siempre una superposición, mal trabada, de intereses contradictorios. El intento de desenganche de Italia contribuyó todavía más a empeorar la mala opinión que los generales alemanes tenían acerca de los italianos y el propio Hitler trató con mucha más brutalidad que amistad a Italia en la fase final de la guerra. En ella, por otro lado, los intereses de Alemania y Japón siguieron siendo contradictorios, porque el adversario principal para cada uno de estos países era diferente y ambos pretendían que le acompañara en la beligerancia quien no tenía objetivo interés en ello.
Los aliados habían mantenido una coincidencia grande hasta comienzos de 1943, merced a la íntima amistad entre Churchill y Roosevelt, a estar a la defensiva y a considerar no tan decisiva la potencia militar soviética. La URSS, por su parte, llevaba a cabo una guerra que en cierta manera podía considerarse como paralela e independiente de la de los anglosajones. Desde mediados de este año, precisamente porque la situación bélica cambió y empezó a hacerse patente la posibilidad de la victoria, las cosas cambiaron. Para comprender en qué términos, es preciso tener en cuenta los puntos de partida de cada una de las tres grandes potencias.
Los Estados Unidos habían apreciado, con razón, que la causa británica estaba ligada a la democracia y que la única posibilidad de que ésta perdurara era ayudando a la resistencia frente a Hitler. Sin embargo, el presidente Roosevelt era muy consciente de que en su país existían minorías étnicas, como la irlandesa, poco proclives a los británicos y, sobre todo, de que el colonialismo tradicional era la antítesis de la tradición norteamericana. Ésta, por otra parte, estaba muy vinculada al aislacionismo: incluso en plena guerra, el 80% de los norteamericanos pensaba que los problemas más agudos que se plantearían después de ella serían de política interna y no en relación con una nueva configuración del mundo. Era, por tanto, preciso, si se quería una paz estable en el futuro, involucrar a los norteamericanos en una nueva organización internacional superadora de la Sociedad de Naciones. A ello dedicó especiales esfuerzos el presidente norteamericano, un político profesional muy atento a los movimientos de opinión, poco formado, personalista y a menudo caracterizado por la duplicidad, pero cuya grandeza se apreció en una guerra durante la cual las decisiones estratégicas fundamentales fueron suyas en su mayor parte y supo construir un nuevo orden internacional que tuvo sus indudables aspectos positivos.
Por interés, pero también debido a las peculiaridades de su líder político, Gran Bretaña tendía a cerrarse en banda a cualquier cosa parecida a la descolonización y, en general, propendía a favorecer regímenes monárquicos -en Italia, Grecia y Yugoslavia, por ejemplo- como si ello sirviera para contrapesar el tono radical de los movimientos de resistencia. Conflictos menores con los norteamericanos se produjeron en asuntos como la relación con De Gaulle -con respecto a quien el "premier" británico era más tolerante que el presidente norteamericano- y en lo que atañía a la inmigración judía hacia Palestina. Pero, a pesar de que Churchill mantuvo siempre una diferencia fundamental, al proponer una estrategia periférica, hacia Italia, los Balcanes o Grecia, en vez de en dirección hacia el centro del Viejo Continente, la cooperación militar siempre resultó muy positiva, a pesar de ciertas dificultades de carácter personal en los mandos como, por ejemplo, las causadas por Montgomery.
Con la URSS, la relación fue mucho más complicada. Los anglosajones supieron de la existencia de espionaje soviético en sus países, aunque no llegaron a conocer ni su volumen ni a aquellos campos esenciales a los que se dirigía. Stalin, además, mantuvo una política exterior propia, lo que le permitía tratar con alguno de los adversarios sin informar a sus aliados, como sucedió con Rumania o Finlandia. Pero las mayores discrepancias con los anglosajones surgieron en torno a Polonia. Ésta había sido el motivo de Gran Bretaña para ir a la guerra y tenía en Estados Unidos una importante minoría nacional. Cuando se sublevó Varsovia (agosto-octubre 1944), los soviéticos, con el Ejército Rojo detenido ante la ciudad, no sólo no la ayudaron, sino que tampoco permitieron que lo hicieran los anglosajones, e incluso Stalin llegó a calificar de "aventureros" a los protagonistas de la insurrección. En cuanto a la nueva organización internacional, que Roosevelt consideraba indispensable, Stalin no quería que pudiera intervenir en la vida interna de la URSS; pretendía, además, exigir la unanimidad de los Grandes y en ella deseaba tener el mayor número posible de votos.
El acercamiento de los anglosajones a los soviéticos, con el propósito de elaborar una estrategia y unos planes de futuro comunes, tuvo lugar a partir de la segunda mitad de 1943. En octubre se encontraron por primera vez los responsables de la política exterior anglosajona con Stalin, pero el avance que se produjo en la relación fue limitado. Hubo acuerdo sobre la desnazificación de Alemania y la necesidad de desmembrar su territorio. Los británicos descubrieron, con sorpresa, que los soviéticos deseaban la flota de Italia y parte de su Imperio colonial. Se mencionó, también, pero vagamente, una posible organización internacional. Stalin dejó claro su mínimo interés en coordinar su acción militar con la de sus aliados. Mucha más importancia tuvo la reunión de Teherán, entre noviembre y diciembre, con la participación por vez primera de Churchill, Roosevelt y Stalin.
Fue el máximo desplazamiento que los anglosajones obtuvieron del dictador soviético y tuvo como resultado más trascendental la definición de una estrategia militar en Europa, previendo la apertura de un segundo frente. Los máximos responsables anglosajones se habían reunido previamente en El Cairo, pero allí Churchill se había resistido al desembarco, prefiriendo optar por la ofensiva en dirección hacia Italia y los Balcanes o tratando de involucrar a Turquía en la guerra contra el Eje. Pero ante Stalin esa posición no podía ser mantenida, porque la interpretaba como un modo de eludir el cumplimiento de repetidas promesas. Por lo demás, las potencias democráticas pudieron ser conscientes de algunos de los mayores intereses soviéticos y de aquellos puntos en los que no iban a ceder. Stalin no iba a renunciar a los países bálticos ni a la salida a este mar, pero afirmó no tener interés en Finlandia.
Todos aceptaron una transformación de Alemania que la privara de peligrosidad. De ello nacería luego el llamado Plan Morgenthau -por el nombre del secretario de Agricultura norteamericano- que pretendía una imposible reruralización de este país. Este propósito solamente sirvió para que la Alemania nazi, que lo llegó a conocer, lo utilizara como testimonio de la perversión del adversario. Para solucionar el problema de las futuras fronteras de Polonia, se optó por "empujar" el conjunto del país hacia el Oeste, siguiendo la indicación del dictador soviético. Pero por el momento, todavía los dirigentes anglosajones no dieron por supuesto un afán imperialista en Stalin.
Pero las cosas cambiaron cuando, a partir del verano de 1944, no sólo se produjeron los ya mencionados sucesos polacos, sino que también se manifestó una creciente reticencia respecto a la colaboración en la organización internacional que, en el caso del nuevo orden económico mundial, resultó cerrada y definitiva. La segunda reunión de los líderes aliados testimonió todavía menos generosidad por parte de Stalin pues se celebró en Yalta, en Crimea, durante los primeros días de febrero de 1945. Roosevelt, agotado y próximo a la muerte, consiguió mejores resultados de los que suele afirmarse, para tratarse de una de las reuniones internacionales de peor fama en la Historia de los tiempos recientes.
Se ha dicho, en efecto, que el presidente norteamericano cedió o fue engañado, entregando gran parte del Este de Europa a los soviéticos, pero lo cierto es que esto dependió siempre del puro y simple desarrollo de las operaciones militares: ya, por ejemplo, la URSS había establecido un Gobierno satélite en Polonia y los checos exiliados habían propuesto un tratado con la URSS. Se discutió mucho acerca de Polonia (en siete de las ocho sesiones que tuvieron lugar), pero sin otro resultado que confirmar aquella decisión del desplazamiento del país hacia el Oeste e intentar que otras personalidades políticas se sumaran al Gobierno organizado por los soviéticos. Tampoco cedieron éstos en nada respecto de los Balcanes: de una forma un tanto cínica, que en realidad tenía como objetivo que los soviéticos pusieran por sí mismos límites a sus pretensiones, Churchill había intentado distribuir en porcentajes entre los aliados su influencia sobre cada uno de estos países del Sureste europeo. Stalin pudo aceptar la discusión e incluso los porcentajes, pero no tenía el menor deseo de cumplirlos, como no tardó en comprobarse.
Al menos los anglosajones consiguieron que Stalin aceptara algunas propuestas. La Declaración de la Europa Liberada, que presuponía en ella la celebración de elecciones libres, no se convertiría en realidad nada menos que hasta 1989 pero, al menos, serviría para deslegitimar desde un principio lo que los dirigentes soviéticos siguieron haciendo a continuación. Francia fue admitida entre las grandes potencias y se dio viabilidad a la Organización de las Naciones Unidas con el sistema del veto en el Consejo de Seguridad. Las naciones que declararan la guerra al Eje antes de marzo podrían participar en la reunión fundacional, que tendría lugar en los últimos días de abril en San Francisco para, de esta manera, involucrar en la cuestión a la opinión pública norteamericana. Stalin, en fin, menos de un año después de haber ratificado su neutralidad respecto a Japón, se mostró dispuesto a declararle la guerra y aceptó dejar Manchuria en manos de China cuando se produjera su ataque.
No eran tan malos resultados y, además, la reunión resultó relativamente cordial. El presidente norteamericano, como ya había hecho en Teherán, a menudo utilizó la táctica de identificarse más con Stalin que con Churchill. Pero lo que estaba sobre el tapete no eran relaciones personales, sino formas muy distintas de entender la organización de la vida política y social y, en estas materias, los siguientes meses vieron ya cómo se abría un abismo entre los todavía aliados.